Una
de las necesidades básicas del humano es el dormir bien. Por eso, desde la antigüedad
siempre se ha buscado cómo poder descansar mejor. Los faraones dormían en
cómodas camas de madera cubiertas de paños mullidos, mientras el pueblo dormía
en hojas de palmera apiladas al suelo. Los
griegos usaban piezas rígidas de madera, piedra o mármol como cama, y telas gruesas como colchón. Los romanos
usaban el colchón como muestra de estatus social, ya que los acaudalados allí recibían
a las visitas y hasta celebraban banquetes reclinados en él; la plancha era de
metal, los colchones de lana y paños de lino. Las clases bajas se dormían en
esteras de fibras vegetales.
Al caer el Imperio Romano el uso del colchón cayó
en desuso. Durante la Edad Media se usaba un acolchonado a base de paja,
virutas o serrín, que lo fabricaba a diario quien iba a dormir; de allí vienen expresión
“hacer la cama”, que no era otra cosa que buscar un lugar fijo donde dormir y
hacer literalmente su colchón. Durante el Renacimiento los colchones estaban
hechos de materiales orgánicos que se pudrían y eran nido de insectos y ratas,
de allí que se comenzaran a usar sacos cosidos de forma burda a los que se les
agregaron botones para periódicamente renovar el interior; pero de todas formas
el mal olor y la humedad seguían.
El tapicero Guillaume Dujardin inventó el
primer colchón de aire, pero no fue sino hasta el siglo XVII que aparecerían
los primero colchones de muelles, que son, con sus respectivas mejoras, los que usamos
hasta nuestros días.
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